Las palabras son gente. “Ídolo” por ejemplo, empieza pronto subiéndose al altar, o “sorpresa” que se pone un dedo a los labios y se quiere callada. “Chopo” hace ruido a sabiendas y deja al viento colarse entre medio de sus altas sílabas. “Final” tiene algo de curva asintótica, con ese “ele” encaramada a la punta de la lengua. “Pino” es irrebatible. “Yo” abre un ojo y se asusta de sí misma frente al espejo. “Madrugada” se vive larga y suave y hace abrir la boca. “Crepúsculo” en cambio, tiene ese túnel al final y se presenta con un cielo de olas encrespadas. “Sueño” se tapa con su pequeña tilde, deja el resto a descubierto y finaliza en un embudo. “Mañana” es toda abierta, amplia, se pone pronto el sombrero. “Tarde” es algo parecido a una casita de madera en otoño frente al fuego y por eso pide llevar el tejado en mayúscula, para verse firme. “Muerte” sonríe siempre siempre con las encías prietas y sus “es” solo miran al final. “Subidón” salta, “agachado” se aplasta, “caído” se espachurra desde muy alto y durante mucho tiempo. “Camisa” se pone a rezar bien limpita y se cubre con una capota ventilada, que le encalza bien. “Montaña” es sincera desde el principio, tiene una planicie con niebla, y seguramente le gusta a la mañana. Y así hasta “Infinito”, que es secretamente femenino y se sabe línea larga y finísima.
Ricard Vancells
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