18 de maig del 2025

Un sol distinto (fragmentos)

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La primera vez que la vi pensé que hermana había pasado más tiempo de la cuenta en el vientre de madre. Me pareció un bebé anciano, un ser que habiendo sobrevivido a las inclemencias del seno materno, arribaba al mundo con experiencia acumulada.
El embarazo había resultado interminable para todos los de la casa. Madre lo pasó echada en el cama maldiciendo a padre, padre desaparecido de la casa o escondido en el estudio, y yo, el hermano mayor, sin perder de vista la barriga de madre que crecía y crecía y que parecía iba a reventar en cualquier momento.
Secunda llegó un martes por la mañana después de una noche interminable en la que madre gastó todas las palabras que llevaba dentro. Y nació como lo hacen los elefantes, que llegan al mundo pareciendo viejos, con las arrugas hechas en el rostro y las rodillas gastadas.
Secunda no lloró al nacer. Al salir de aquel medio acuoso y entrar la cabeza en contacto con el aire, sus labios se torcieron, abrió los párpados cual si emergiera lentamente del mar, y miró lo que le rodeaba como el general sobre su caballo que desde la colina observa el campo de batalla.

Secunda

En otoño Secunda pasaba mucho tiempo en el exterior de la casa. La fascinaba aquel sinfín de hojas que tapizaba el jardín. Acostumbrada al paisaje que veía habitualmente, a ese horizonte inmutable y perenne recortado por el tupido bosque, no entendía aquella extraña costumbre de los árboles. 
Secunda tenía una relación muy especial con ellos. Eran criaturas como las demás, seres con presencia y albedrío y a los que era perfectamente natural dirigirse. Así, cuando en otoño el viejo castaño se deshacía de sus hojas, se acercaba a él y pateaba su tronco. Luego pisoteaba las raíces que sobresalían de la tierra y alzando la mirada a su copa despojada espetaba: "Eres un tonto, ¿no ves que así no pareces gente?". 
Si veía caer una rama del querido castaño corría hacia ella tratando que no golpeara el suelo. Si una ráfaga de viento empujaba otra fuera del vallado del jardín, corría a recuperarla con un palo largo. Cada una de ellas era igual de importante y merecedora de su atención. 
Dibujaba intrincadas sendas con las hojas del castaño y con las que el viento traía del exterior. Hacía esos caminos o amontonaba las hojas, agrupándolas por tamaños, colores y formas, o siguiendo una lógica indescifrable. 
Un año aquella obsesión se convirtió en algo de gran envergadura. Ocurrió cuando Madre tenía jaqueca día sí y otro también y había que dejarla descansar. Secunda empezó cuando amanecía y al ponerse el Sol el jardín se había convertido un vasto territorio de construcciones e instalaciones. 
Serpenteantes riachuelos anaranjados, entrecruzados con anchos caminos rojos, desembocaban en estanques amarillos, ocres y naranjas, donde flotaban frágiles embarcaciones armadas con palitos. Los mástiles enarbolaban grandes hojas encarnadas que hacían las veces de vela. Había piedras rodeando los estanques, impidiendo así que la hojarasca desbordara o se encrespara al son de cualquier ráfaga de viento. A lo lejos, en un esbozo de lejanía, montañas de hojas se perdían en lontananza. 
Todo el territorio estaba tejido por una extensa red de caminos y avenidas, transitadas por vehículos de corte sumamente variopinta: palitos con ruedas nudosas circulaban pegados unos detrás de los otros y, cual tren de circo extraterrestre, transportaban seres de aspectos imposibles; triciclos construidos con castañas trasladaban a hombrecillos que llevaban hongos encasquetados en las cabezas; mariposas de un sin fin de colores animaban los tristes descampados; polillas languidecían en plataformas tripuladas por saltamontes hieráticos; grillos encaramados a monociclos; abejorros, libélulas y moscas arremolinadas en las cunetas, formaban un curioso batiburrillo interracial. Aquí y allá transeúntes de piernas larguísimas y cabezas con distintos abultamientos. Algunos detenidos en el momento de cruzar la avenida, otros de conciliábulo en la vereda.
En las inmediaciones del estanque, sobre montículos de hojas o cruzando los enmarañados caminos y avenidas, las hileras de hormigas prestaban a la instalación su intrincada perseverancia.
Como todos los años Secunda construyó su casa en la colina. En un promontorio del jardín levantó una cueva con ramas y hojas, y al final de la dura jornada de trabajo entró a rastras en ella, encendió la linterna y lanzó su faro al exterior.

Ricard Vancells



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