sentí que no me guiaban ya los sirgadores:
chillones Pieles-Rojas, tomándolos por blancos,
desnudos los habían clavado a unos postes
de colores.
Maldita la falta que me hacía
—transportador de trigo flamenco y de algodón
inglés— tripulación alguna. Cuando se hubo terminado
todo aquel alboroto a la par que mis hombres
de sirga, me dejaron los Ríos descender
hacia donde quisiera.
He corrido,
el invierno pasado, por furiosas
marejadas, más sordo que el cerebro de un niño;
las Penínsulas
desamarradas nunca habían sufrido
confusión tan triunfante.
La tormenta
mi despertar marítimo bendijo.
He bailado en las olas más ligero que un corcho,
en las olas que tienen fama de arrolladoras
incesantes de víctimas, diez noches, sin echar en
falta el ojo atontado de los fanales.
Más
dulce que para un niño las ácidas manzanas,
el agua verde traspasó mi cascarón de abeto
y me lavó las manchas de vino y vómitos,
dispersando los garfios y el gobernalle.
Desde
entonces me he bañado en el Poema de la Mar
infundida de astros, latescente,
devorando los verdes azules por donde, macilenta
y embelesada flotación, desciende
un pensativo ahogado, a veces;
donde
tiñendo de repente los azules, delirios
bajo el día rutilante y ritmos lentos,
más fuertes que el alcohol y más vastas que nuestras
rubias amarguras del amor.
Yo conozco
los cielos rompiéndose en destellos, las trombas
y las resacas y corrientes:
y la noche conozco, y el albor exaltado como una muchedumbre
de palomas, y he visto varias veces
lo que el hombre ha creído que veía:
He visto el cielo bajo de místicos horrores
manchado, iluminando grandes coágulos
violetas; semejantes a actores de antiquísimos
dramas, las olas van a lo lejos haciendo
rodar su escalofrío de postigos.
He soñado que la noche verde de nieves
deslumbradas besaba, subiendo hasta los ojos
del mar con lentitud, la circulación de
las inauditas savias y el despertar azul
y amarillo de los cantores fósforos.
He seguido, meses y meses, la marejada —parecida
a una vaquería histérica— al asalto
de los escollos y arrecifes, sin pensar que
los luminosos pies de las Marías pudiesen
aplastarles los morros a Océanos asmáticos.
He tocado, ¿sabéis?, increíbles Floridas
mezclando con las flores ojos y ojos
de panteras con pieles
humanas: arcoíris tensados como bridas
bajo el marino horizonte de rebaños glaucos.
He visto fermentar las enormes marismas,
trampas donde se pudre todo un Leviatán en los juncos,
hundimientos de aguas en medio de bonanzas
y lejanías cayendo en cataratas
dentro de los abismos.
Glaciares, plateados soles, olas de nácar, cielos
de brasa; varaderos pavorosos en el
fondo de oscuros golfos, en los cuales gigantes
serpientes retorcidas caían de los árboles
devoradas por pulgas entre negros perfumes.
¡Cuánto me habría gustado enseñar a los niños
esas doradas de la onda azul, esos pescados
cantarines —espumas de flores me acunaron
cuando me hacía a la mar, e inefables
vientos me alaron por instantes.
Alguna vez el mar, cuyo sollozo me
balanceaba dulcemente, alzaba
hasta mí, fatigado mártir de las polares
zonas, sus flores de sombra con amarillas
ventosas, y, como una mujer, me arrodillaba.
Península, bogaba, y las peleas
golpeaban mis orillas y el guano de los pájaros
gritones de ojos claros, cuando, a través de mis
frágiles ataduras, descendían
ahogados a dormir.
Así pues, yo, navío extraviado
bajo la cabellera de las ensenadas,
arrojado por el huracán hacia el éter
sin pájaros, a quien los Monitores¹ ni
los veleros del Hansa no me hubieran sacado
a flote la carcasa ebria de agua;
libre,
echando humo, coloreado de brumas violetas,
yo que agujereaba el cielo como un muro rojizo,
cubierto de, exquisita confitura para los
buenos poetas, líquenes de sol y azules muermos;
Yo que corría, moteado de lúnulas eléctricas,
loca tabla, escoltada por hipocampos negros,
cuando los julios hundían a garrotazos
los cielos de ultramar en ardientes embudos;
yo que temblaba oyendo desde cincuenta leguas
gemir los encelados Behemots y los Maelstroms,
arriando sin cesar inmóviles azules,
me acuerdo de mi Europa de murallas antiguas.
He visto siderales archipiélagos, islas
cuyos cielos están, delirantes, abiertos
al navegante. ¿Es en estas noches sin
fondo donde tú, millón de aves de oro,
duermes en el exilio, oh futuro Vigor?
Realmente, yo he llorado demasiado. Las Albas
son desconsoladoras, toda luna es atroz,
y todo sol amargo: el amor me ha llenado
de embriagador torpor. ¡Que reviente mi quilla!
¡Que me hunda en el mar!
Si yo deseo un agua europea, es el charco
negro y frío donde, hacia el crepúsculo ungido,
un muchacho agachado deja, triste, un barquito
tan frágil como una mariposa de mayo.
Ya no puedo, bañado en vuestra languidez,
ondas, borrar la estela de los mercantes de
algodón, ni tampoco traspasar el orgullo
de las banderas y las llamas, ni nadar
bajo los pavorosos ojos de los pontones.
Arthur Rimbaud
(Traducción Aníbal Núñez)
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