Los moradores de aquella casa de madera, al final del puerto en lo alto del acantilado, sí que vivían a lo grande, pensé aquel día al bajarme del barco, cuando apareció tan resplandeciente ante mis incrédulos ojos. A medida que me acercaba caminando por el puerto se hacía más y más grande, y no daba crédito a lo increíble y endiabladamente preciosa que era aquella casa. Desde el puerto era igualita a la cabaña del bosque que tiene Blancanieves en la película, la morada más conocida del séptimo arte.
¡Cacho de casa! Estaba instalada en lo alto de una colina, al final de una larga escalinata que iba trazando curvas a través de edificios sin ninguna gracia, y por la que ascendí totalmente cautivada. Subí, mira tú por dónde, pensando que finalmente había llegado a mi hogar. Imagino que Blancanieves, la heroína más famosa de la historia del cine, debió de sentir lo mismo el día que apareció antes sus ojos aquella preciosidad plantada en medio del claro del bosque.
Esa es la parte de la película que más me gusta, cuando ha enviado a freír espárragos a la madrastra y se adentra en el bosque. Seguramente, y lo tengo escrito en alguna libreta que he dejado por ahí, ese momento de la película significa algo. El gran Walt coló ahí uno de sus mensajes ocultos. Cuando vi Blancanieves y los siete enanitos, me echaron del cine y me subí a la furgoneta. Estuve un buen rato pensando, dándole a la sesera, intentando desentrañar el mensaje escondido que Walt Disney nos quería hacer llegar con esa huida de Blancanieves por el bosque. Y al final, después de mucho pensar y cavilar, llegué a un pensamiento conclusivo. Y el pensamiento conclusivo al que llegué es que esa huida es lo que llaman una metáfora. Sí señora, una metáfora, uno de esos acertijos que se usan como los eufemismos, y que sirve para colar un par o tres de cosas a la vez.
Blancanieves no huye de la madrastra, no señora, a Blancanieves la madrastra la trae al pairo, lo que Blancanieves desea es largarse. Ella quiere ver mundo, campar a sus anchas, ¿cómo interpretar si no esos movimientos de brazos mientras corre por el bosque, ese modo de abrirse camino a través de los árboles? Blancanieves se ha hartado del castillo, de los bordados, de los meapilas que tocan las narices con las trompetas y las banderolas y de todo eso, y se quiere largar. Gran director Walt Disney, sí señora.
Recuerdo que la madrastra contrata a un filibustero para que acabe con ella, ¡será hija de puta! Aún hoy no puedo evitar que se me lleven los demonios. Cuando mis incrédulos ojos vieron aquel día la jugarreta de la madrastra, me levanté en medio del cine y le lancé la mayor sarta de improperios que mis mandíbulas pudieron articular. Aquello ocurrió la primera vez que vi la película y los enanos del cine -los de las butacas quiero decir- me miraban como si estuviera loca. Demasiado jóvenes, pensé. Aquella vez me echaron, pero la segunda vez que la vi y todas las otras veces, tuve la precaución de respirar hondo y morderme la lengua.
También aquel día que llegué a la casa del puerto, me planté en frente y entré sin llamar. La puerta estaba abierta, como le ocurre a Blancanieves en la película, y recuerdo de qué manera el parecido me hizo sonreír. Pero a partir de ahí el cuento cambió. En aquella casa no había enanos, y no estaba vacía. Ahí habitaba una persona que se giró de golpe cuando la puerta se abrió e hice mi aparición, entrando con una ráfaga de viento. La mujer se ocupó primero de recoger todos los papeles que se pusieron a volar por la casa. Sí, el viento apareció en la casa con tanta fuerza que ríete tú de la habitación de El Exorcista. Se armó un buen alboroto.
Gracias a eso tuve tiempo de hacerme una idea del lugar, de observar mientras ella capturaba todos los papeles que volaban por la casa. Ante mí, un salón amplio. Al fondo a la izquierda, en un plano más elevado, una sala alargada iluminada por altos ventanales, con un artilugio de esos para colocar un cuadro y pintar. Allí se giró la mujer cuando entré y de allí bajó corriendo a recoger los papeles. A la derecha, una puerta abierta a través de la cual se veía una cocina menuda. Al fondo del salón, a unos metros de mí, una preciosa escalera de caracol de madera para subir al piso de arriba.
Es lo que hice mientras ella cerraba la puerta de la entrada y terminaba de recoger los papeles. Me preguntó qué hacía, dijo que no tenía que estar allí, que no podía subir y que si no me largaba llamaría a la policía.
Contesté desde arriba. Le dije que tan solo sería un momento, y que no quería hacerle nada a la casa pues me gustaba demasiado. Esto era una gran verdad. Le grité que no se preocupara y terminara de recoger, que en unos minutos bajaría y estaría por ella.
El piso superior era tan endiabladamente bonito como el de abajo. Dos dormitorios con su cama grande y su armario y un lavabo de narices al fondo del pasillo. Al lado, un cuarto que parecía habitado por una adolescente, con carteles de tíos buenos en las paredes. Aunque había algo raro en él: a un lado, un montón de cajas amontonadas desde el suelo hasta el techo. Debía haber al menos cincuenta, y todas tenían bien visible la fotografía de un aparato de música, y encima una palabra que decía algo parecido a Misubishi. El resto del cuarto no encajaba con el caos con el que se asocia comúnmente a los adolescentes. Estaba más ordenado que un lineal de supermercado.
Pasé en esa casa una larga temporada. Si entendemos por larga lo que tardan las langostas en marcharse al sur después de haber echado las larvas y catado la cosecha. Sí, fueron unos días de lo más interesantes y me dolió marcharme, como ya he dicho más arriba. Más arriba o más abajo, que no recuerdo en qué libreta lo escribí.
Aquella mujer resultó ser alguien del todo desconcertante. Se parecía un montón a uno de mis personajes favoritos de los cartoons, y además pintaba con cierta gracia. Qué cosa más rara, pensé cuando bajé al salón y me fui a contemplar el artilugio ese de la sala con los altos ventanales. Ya no había viento en la casa. Estaba enterito en el exterior, moviendo los mástiles de los veleros amarrados a las boyas. Se movían más que un pato de goma en una bañera. Bonita vista, sí señora, pensé en aquel momento. Pero lo que había pintado en el cuadro no se le parecía ni de lejos, y se lo dije. “Esos colores no son, ¿no ves que el mar es azul y el cielo también?, ¿a quién se le ocurre pintar el mar de verde y el cielo naranja? Y los barcos no están tan lejos, ni la playa tampoco, parece que te lo quieras mirar desde más arriba. Tendrías que acercarte al puerto y a la playa y verlo todo más de cerca. Aunque si yo tuviera una casa como esta tampoco querría salir nunca de ella.”
Cuando me disponía a mostrárselo, cuando unté de azul marino uno de los pinceles que había en un cajón del artilugio y me proponía mostrarle el color real del mar, se abalanzó sobre mí y me lo arrebató. Me la quedé mirando mientras gritaba que me largara de su casa. Se parecía mucho a Vilma y se lo dije, “¿no te han dicho nunca que te pareces un montón a Vilma Picapiedra?, sí, Vilma la esposa de Pedro Picapiedra, la amiga de Betty Mármol”, insistí, al darme cuenta de que la mujer no tenía ni remota idea de lo que le estaba diciendo. Se quedó callada, mirándome con esos ojos verdes y esa carita de yanqui sorprendida que tenía, y me preguntó de dónde salía. ¡Vaya pregunta!, pensé. “De la calle, le dije, ¿de dónde voy a salir? Y tú tienes una casa de cine, seguro que te ofrecen una buena pasta por rodar las películas. Yo de ti no bajaría de los dos millones. Piensa que esa gente tiene más dinero que el Tío Gilito. Tienes algo de valor incalculable, ¿no te has dado cuenta? Lo vi al momento cuando me bajé del barco y alcé mis ojos hacia aquí. Fue verla y decidirme. Pensé que este sería un lugar de narices para pasar unos días. ¿No te parece que podríamos arreglarnos las dos?”
A estas alturas, a la tal Vilma -se llamaba Sofía, pero ese no podía ser su verdadero nombre-se la veía más perdida que a un ornitorrinco en el dentista, su cara era un poema. Luego tartamudeó e insistió en lo de la policía. Le aseguré que a ellos les gustaría saber lo de los Misubishi de la habitación de arriba.
Ahí di en el clavo, sí señora. Después de unos segundos que se hicieron un poco largos, me ofreció una taza de leche y unas galletas. Prefería una cerveza, pero no tenía, así que me conformé con lo que había. Me senté saboreando el momento, acomodada en el precioso sofá que había en aquel salón en frente de la chimenea, mientras ella lo preparaba. Le pregunté quién más vivía en la casa y respondió al momento desde la cocina que no me hiciera ilusiones, que en cuanto terminara la leche tendría que largarme.
Parecía que no vacilaba, que su decisión estaba tomada. Cuando llegó con la leche y se plantó ahí de pie tuve que emplearme a fondo y usar todas mis dotes de persuasión. Le informé de que soy una gran persona. “Tienes mucha suerte de conocerme”, le dije, “más de uno y más de dos querrían estar en una posición como la tuya.” Le expliqué que poseía un sinfín de habilidades que con la confianza y el tiempo podría comprobar. Que no conocía a nadie -aquí es donde usé uno de mis eufemismos- que no hubiera quedado encantado conmigo. “En las casas donde me hospedo se me rifan más que a la mujer barbuda”, concluí.
Me dijo que no dudaba de todo lo que había dicho, pero que le parecía una locura que me presentara así en su casa y que le estuviera haciendo ese ofrecimiento. Se veía que era una mujer poco viajada. Le ofrecí entonces hacer usufructo de este cuerpo. Es el bien más preciado que tengo y, la verdad, me dolió que lo rechazara sin pensarlo ni un momento. Se enfadó, se enfadó bastante; no, se enfadó mucho y quiso ponerme de patitas en la calle. Pero aún no había probado la leche, de hecho, ni había tocado la taza y pensé, mientras me la acercaba a los labios y tomaba el brebaje con sorbitos muy cortos, que tenía que pensar algo, y rápido.
Una muchacha como yo, una muchacha como yo con todo lo que soy yo, tomando leche con pastas en un salón, sentada en el borde del sofá con la taza en una mano y la galleta en la otra, dándole conversación a la anfitriona de la casa. La escena era un poco absurda.
Ahí las puertas de los cielos se me abrieron y Dios vino en mi ayuda. Reorienté el ofrecimiento. Le dije, haciendo una de mis mejores actuaciones, que había interpretado mal mis palabras, “tendrá usted que perdonarme Señora Pica... Señora como se llame, nada más lejos de mi intención que usted se ofendiera”, dije mientras mordisqueaba la puntita de la galleta, “no me dejó usted tiempo de decirle que soy una modelo profesional, que aquí donde me ve se me rifan en las mejores universidades, y que este cuerpo llena las paredes de unas cuantas salas de arte y de no pocos museos del mundo entero”.
Eso tuvo el efecto de que dejara de chillar y de que a continuación, después de quedarse unos segundos callada, estallara en una larga carcajada. No paraba de reír, la mujer. Yo al principio no sabía de qué se reía y me quedé pasmada, con cara de tonta, pero luego me reí también. Al fin y al cabo, estaba en su casa y como dice el refranero - que por lo visto no para de hablar y de soltar sentencias-, allá donde fueres haz lo que vieres.
Al final dejó de reírse y dijo: “¿se puede saber de qué planeta has aterrizado muchacha?, ¿de dónde sales?” Como la tal Vilma insistía con lo de los orígenes y como veía que el ambiente se relajaba me alcé en el sofá, crucé las piernas y recité de memoria el monólogo de la escena final de Blade Runner, las últimas palabras que Roy Batty el replicante le dirige a Rick Deckard en la azotea de aquel edificio, mientras a su alrededor llueve a mares:
Yo... he visto cosas que vosotros no creeríais... Naves de combate en llamas más allá de Orión, he visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.
Y cerré los ojos. Cuando los abrí, la mujer estaba más desencajada que Harrison Ford frente a Rudger Hauer recitando aquel monólogo que no estaba escrito en el guion. Fue una buena actuación, sí señora, salió de su mutismo levantándose y diciendo que, si quería asearme, el baño estaba arriba al fondo del pasillo y que se cenaba a las ocho.
Tuve tiempo de sobras para tomar uno de los baños más impresionantes de mi vida. Se estaba tan bien que dormí durante no sé cuánto tiempo. Me despertó Vilma. Abrí los ojos y allí estaba ella mirándome con esa cara de yanqui sorprendida que tenía. Dijo que había dormido casi toda la tarde, que la cena estaba lista y que se llevaba mi ropa para lavarla. Según ella despedía un olor insoportable. Bajé por las escaleras embutida en el pijama que me dejó y con un albornoz de esos que salen en el cine, y al llegar al salón me encontré con la mesa preparada para la cena. Pensé para mí que ni Ricitos de Oro tuvo un recibimiento como aquel.
La comida estaba de primera y me la zampé toda. Explicó que era la cena que había preparado para alguien que finalmente no se había presentado. De maleducados está el mundo lleno, pensé. Había verduras con salsa, ensalada de acompañamiento, dijo, pollo con almendras acompañado de patatas guisadas, repitió, insistiendo en lo de la compañía, y un pedazo de pastel de manzana. Un pedazo grande de pastel de manzana que aún le quedaba en la nevera y que me zampé sin abrir boca, como suele decirse, junto a todo lo otro. Tomé una botella de vino que contribuyó a hacer la cena más animada aún. Aunque la verdad sea dicha, no tuve mucho tiempo de explayarme mientras comía, con todas aquellas viandas delante.
Ella no habló demasiado y apenas comió nada. Se dedicó a observarme mientras engullía la cena. No sabía qué demonios veía en mí que no me sacaba la vista de encima y al final de la cena salió de su silencio para preguntarme, así sin más, cuantos años tenía. “¡Qué manía con los números y las listas!”, respondí al momento acercándome su plato, donde quedaban aún dos patatas enteras. “Yo no te pondría más de dieciséis”, dijo después de unos largos segundos de silencio, “y aún me parecen demasiados. Me pregunto qué hace una chica tan joven, casi una niña, viajando sola por ahí”.
Yo, como tenía la boca llena de patatas, y como la pregunta se la hacía a sí misma, me abstuve de responder. Además, sabía que, si la cosa continuaba por esos derroteros, luego vendrían más preguntas, y no tengo por costumbre ir por ahí retransmitiendo la telenovela de mi vida. Vale un buen dinero. Tan solo manifesté, tragando aquellas patatas, que no se dejara engañar por las apariencias, que este cuerpo tiene encima más mundología que Yoda, el maestro Jedi. Y para ir cambiando de tema y aprovechando que se hablaba del gran Yoda, le informé de los principios básicos en los que se basa la sabiduría Jedi. Hice antes un breve resumen de la película, pues me di cuenta de que tenía una noción muy vaga de lo que estaba hablando. Y cuando ya estuvo informada de lo que significa ser un maestro Jedi, de la Fuerza y de sus lados oscuros y luminosos, de la verdadera dimensión del Gran Yoda, del tío bueno de Han Solo, de Darth Vader, el malvado más cachondo de la historia del cine, de sus dos hijos, el meapilas Luke Skywalker y la repipi princesa Leia, del enorme Darth Sidious y su Estrella de la Muerte, de los achaques del maestro Obi Wan y demás, expuse los principios básicos que rigen el comportamiento de todo buen Jedi. Usé para ello algunas de las frases que decía Yoda, y que son a todas luces de una utilidad pasmosa:
El miedo es el camino hacia el Lado Oscuro, el miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento. Veo mucho miedo en ti.
Al igual que hace él en la película, de vez en cuando cerraba los ojos y luego los abría lentamente. Otras veces erguía la cabeza entornando la mirada y hacía esa mueca característica con los labios, mientras levantaba un dedo hacia el techo.
Vive el momento, no pienses; siente, utiliza tu instinto, siente la Fuerza.
La muerte una parte natural de la vida es. Regocíjate por los que te rodean que en la Fuerza se transforman. Llorarlos no debes. Añorarlos tampoco. El apego a los celos conduce. La negra sombra de la codicia es.
Abandonarte la Fuerza no puede. Constante ella es. Si encontrarla no puedes, en tu interior y no fuera, deberás mirar.
Yoda enseña como los borrachos beben, como los asesinos matan.
Cuando mires al lado oscuro, cuidado debes tener... ya que el lado oscuro te mira también.
Siempre en movimiento el futuro está.
Le conté a Vilma que cuando vi la película por primera vez no pude dormir. Le expliqué cómo venían a mí todas esas frases en forma de grandes letreros luminosos. Visioné las películas unas cuantas veces, y luego estuve al menos cuatro meses hablando el mismo lenguaje que Yoda. Lo usaba para todo. Como esa vez que fui al supermercado y cuando me disponía a pagar una bolsa de patatas fritas le dije a la cajera: "una cara de pasmada quedará, mmm, pasmada esa cara quedará cuando el güisqui oculto en el lado oscuro no adviertas". O esa otra que le dije al reponedor de aquellos grandes almacenes: "por el lado luminoso del lineal las galletas abiertas están", o cuando dejé caer a un taxista al salir del coche: "una gran carrera larga esta ha sido, que la fuerza te acompañe". Un montón recordando me reí mientras a Vilma explicándoselo estaba.
A estas alturas, Vilma ya había desistido de hacer más preguntas. Al final me callé. Por la cara que ponía, cualquiera hubiera dicho que estaba diciendo tonterías. Al ver que apenas había tocado la comida y señalándola con la cuchara, dije, "estimada, en esta casa nuestra guardarte debes tú y comer mucho y más cuidarte, que la vida para ir tirando la vianda no está".
Después de cenar hice mis indagaciones. Cuando se acabó el pastel de manzana y la botella de vino que también me zampé casi toda yo solita, le pregunté, para sonsacarle, quién había en aquella casa que tuviera tanta afición a la música. Respondió que me ocupara de mis asuntos. Pero como en aquel momento ese era el asunto más importante insistí. “No creo que sean tuyos todos esos aparatos de música, proseguí, no tienes pinta de comerciante, y no te preocupes, ahora que ya hay confianza puedo decirte que lo de la policía no iba en serio. Créeme, esos solo sirven para jugar a polis y a cacos y ya hace que perdí interés por ese juego. Venga señora Picapiedra, ¿le puedo llamar señora Picapiedra verdad? cuénteme usted, sincérese, que Pedro no tardará en aporrear la puerta. Aunque creo que en esta mesa va a hacer falta algo más de vino”, le dije, al parecerme en aquel momento que se moría de ganas de soltarse, y que le faltaba tan solo un ligero empujón. Trajo otra botella y también me la bebí casi toda yo solita. Dijo que los aparatos no eran suyos, que eran de otra persona que los había dejado allí para que se los guardara. “Déjeme adivinar, me jugaría un mechón de pelo que los aparatos son de la misma persona que ocupa la habitación, aunque en mi vida he visto una chica que tenga el cuarto tan ordenado”. Como la carita de yanqui que tenía se volvió más colorada de lo normal, viendo que había dado de nuevo en el clavo, llené su vaso de vino y dije, “anda bebe un poco más, que no hay nada como el vino para olvidar las penas”.
Después de bebérselo de un trago dijo que la persona que ocupaba ese cuarto venía muy de tanto en tanto. “Ahora vive con su padre y aparece cuando quiere y no cuando se la espera. No sé para qué son tantos aparatos de música, ni de dónde han salido. Hace ya tiempo que no pregunto.” Luego se sirvió otro vaso y esta vez no hizo falta animarla para que lo apurara hasta el final.
Cría hijos y te chuparán la sangre. Resulta que además de ser Vilma, aquella mujer también era madre, y su hija, seguramente una desagradecida, la visitaba muy poco y usaba la casa de almacén para sus trapicheos. No se puede tener todo, pensé para mí. Apuré el vaso de vino y no indagué mucho más. Luego, al igual que haría el gran Lee Marvin en una de sus memorables borracheras, me explayé a gusto relatando mis aventuras por este vasto mundo, algunas más reales que otras.
No sé cómo acabó aquello. No sé qué ocurrió porque me desperté a la mañana siguiente estirada en el sofá del salón con una manta encima, y un dolor que me atornillaba la sesera como los tornillos de Frankenstein. En la mesa del salón, junto a mi ropa lavada, encontré una nota que decía lo siguiente: "He salido a comprar. Hay leche y cereales en la cocina. No hay nada de valor en la casa, tan solo los aparatos de la habitación de arriba. Cuando vuelva espero que te hayas marchado".
Limpié y recompuse el salón, hice la cocina -puse los platos del día anterior en los armarios, quiero decir-, saqué la basura afuera, fregué unas manchas de vómito del lavabo, doblé la manta como pude y la dejé al lado de la chimenea, encendí el fuego pues hacía un frío de narices, miré un buen rato el cuadro con el paisaje del mar, y hasta me abstuve de retocarlo. Abrí las ventanas para ventilar, hice tres pilones con los dibujos que recogí por el suelo de la casa, barrí y fregué. ¡A punto estuve de ponerme a hacer pan! Todo esto hice mientras dejaba transcurrir el tiempo a la espera de que Vilma volviera, y de que escampara la resaca de la cabeza.
Tardó más de lo acostumbrado. De lo que acostumbra a tardar alguien en hacer la compra, quiero decir. Desde la ventana del estudio la vi subir por las escaleras que había frente a la casa, y salí al momento a recibirla. No me agradeció que cargara con las bolsas y las dejara en la cocina, ni quiso que guardara la comida en los armarios. Se quedó mirándome apoyada en la nevera con esa carita de yanqui sorprendida que tenía.
No abrió la boca para saludar ni para preguntar qué tal dormí, solo quiso saber si no había visto la nota que había dejado en el salón. Dije que verla sí que la había visto pero que no la había podido leer. “No sé leer”, le dije, “en casa éramos muy pobres y había que ponerse a trabajar, teníamos menos ropa que Oliver Twist.” Vi que intentaba no sonreír y proseguí, “¿Sabes? cuando me colé... cuando me invitaron al cine pensé que en la película se hablaba de nosotros. Mis pobres padres no tuvieron más hijos porque Dios Nuestro Señor se los llevó. Era muy bueno mi padre, Dios lo quería enterito para él y cuando se lo llevó, alguien tenía que llevar el pan a casa. Éramos unos cuantos. Te aseguro que si no hubiera intervenido el altísimo hubiéramos llegado a la veintena. Mi madre era un ser desvalido, un ser bueno y desvalido que tan solo sabía traer niños al mundo, y cuando mi padre nos dejó los mayores tuvimos que ocuparnos de ella. Ya ves, a los siete años ya trabajaba. Aunque no te creas, a pesar de la escasez aquella fue una infancia muy feliz.
“De hoy no pase”, soltó dándose la vuelta y abriendo uno de los armarios de la cocina, donde empezó a guardar la compra de las bolsas. Mientras, como todavía no había desayunado, me serví un tazón de leche y unté con mantequilla unas rebanadas del pan que había traído, y que estaba calentito y humeante. Le pregunté qué planes tenía para ese día. “Yo tengo pensado dar una vuelta por ahí”, le dije, “pero si lo deseas me quedo, podemos charlar un rato, ¿quieres que me ponga de modelo?” Ella declinó ambas ofertas. “No dibujas mal”, proseguí, “¿no habrás pensado en vender los dibujos?, creo que podrías sacar un buen dinero, si quieres me los llevo al puerto e intento colocarte algunos”. Volvió a declinar la oferta. Era dura de pelar esa Vilma. A pesar de todo, sabía que fuera como fuere tenía que llegar con ella a algún tipo de acuerdo.
Ahí las puertas de los cielos se me abrieron y Dios me iluminó de nuevo con una de sus geniales ideas. “Vamos a ver”, le dije, “tú crees que tengo que irme y quizás estés en lo cierto, no seré yo quien diga lo contrario, pero piensa un momento en lo que voy a ofrecerte. No me digas que no prontamente, yo te lo digo mientras tú te callas y no dices nada, yo me salgo luego afuera de la casa durante unos instantes, doy un par de vueltas por ahí si quieres, y tú lo meditas mientras tanto. Luego vuelvo y me dices que sí, o me dices lo que te parezca, pero creo que no podrá ser nada más que una respuesta afirmativa. ¿Estas preparada?”
No parecía preparada. Se la veía a puntito de perder la paciencia. “Te ofrezco un trato, un acuerdo si quieres llamarlo así. Si tienes el detalle de darte un paseo por la casa, verás que todo está más limpio que los chorros del oro. Durante tu ausencia tuve tiempo suficiente para dejarlo todo en el estado fantástico que se encuentra ahora. Ha costado lo suyo, no creas, muy limpio no estaba. Uno de los trabajos que hice de pequeña para que en casa pudiéramos comer, fue hacer la limpieza. Siempre he sido muy buena limpiando” -aquí usé uno de esos eufemismos que tanto me gustan-, “y los vecinos del edificio y del barrio aún deben acordarse de aquella niña pelirroja, pelirroja, calladita y trabajadora que se lo pul... que lo limpiaba todo en un santiamén”.
Establecimos tres días de prueba. Y al tercer día la tal Vilma resucitó. Vamos, que entró en sus cabales y me echó de allí. No podía ser de otro modo, la verdad, se dio cuenta bien pronto de que mi compromiso era más fugaz que el humo de una hoguera. Al tercer día de afincarme en aquella casa todo estaba más sucio que cuando llegué.
De todos modos, no quedamos en muy malas condiciones. Dijo que limpiar, lo que se dice limpiar, no había limpiado mucho, pero que al menos no le había robado nada. En eso no le faltaba razón, pero “¿verdad que nos hemos reído un montón?”, le dije. Sonrió, me tendió la mano, dio media vuelta y entró en la casa. No dijo que volviera otro día a saludarla o a tomar un tazón de leche, pero no he olvidado esa casa, y la tengo registrada como un posible lugar de avituallamiento.
De esto hace bastante tiempo y ahora, al recordarlo, al escribirlo, me entra la nostalgia y me pongo un poco tonta. Echo de menos la casa, a Vilma y su carita de yanqui sorprendida, ese cuarto donde dormí rodeada con todas aquellas cajas, Misubishi escrito tantas veces. Misubishi, que luego descubrí que también era un coche. Cuando lo vi grabado en la parte trasera de uno, pensé que habían inventado un aparato de música ambulante. Me costó hacerme a la idea, convencerme de que esa palabra significa otras cosas, como cualquier palabra. Echo en falta ese tazón de leche del primer día y todos los demás. Esos baños que duraban horas, los bares del puerto que recorrí tantas veces; y los desayunos matutinos, cuando Vilma aún no se había despertado, y yo podía retocar los colores del cuadro mientras me zampaba unas alitas de pollo.
Probablemente, si hubiera cumplido mejor el trato, si me hubiera esforzado más, ahora aún estaría en aquella casa viviendo a lo grande. Pero qué se le va a hacer, está en mi naturaleza, los errantes no duramos mucho en un sitio concreto. Hace ya tiempo de eso y el recuerdo se pierde en la noche de los tiempos, como seguramente hubiera dicho Roy Batty, el replicante, si el director hubiera esperado un poco más antes de matarlo. Y si no fuera por la escritura, el recuerdo se perdería como tantas otras cosas. Me di cuenta bien pronto de esto. A los seis años, dos meses y veintitrés días, exactamente. Fue el día del acontecimiento. Lo tengo bien grabado en la sesera y ahora es el momento de contarlo.
Ricard Vancells
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