22 de maig del 2025

Un hombre que fuma

Había una vez un fumador en una terraza. Este podría ser el titulo de un relato. Escribiría un relato que empezara diciendo: había una vez un fumador en una terraza. Había un hombre en una terraza fumando, y si algún vecino saliera a la ventana, mirara desde su balcón, o si andando por el pasillo lo viera de pasada por la ventana, se diría, mira ahí esta otra vez, fumando. 

Luego me detendría e intentaría imaginar por qué estaba precisamente en ese momento en la terraza fumando, o más bien, trataría de imaginar alguna trama, algún compendio de pensamientos que lo dejaban ensimismado de esa manera, mientras va fumando. Estarían él y sus pensamientos, estarían él, sus pensamientos y el humo que lo envuelven, nada más. Escribiría: el vecino que lo ha visto desde la ventana no sabe lo que piensa. Me detendría entonces porque, ¿quién es aquí el sujeto del pensar, el vecino, yo mismo o el hombre de la terraza que fuma? Algo que circula entre los tres seguramente.

Trataría entonces de escribir un poco más, para saber lo que escribiría si escribiera, como haría Marguerite Duras.

Escribiría: hay un hombre en una terraza cualquiera y está fumando. No lo sabe ... aquí, bajo estas palabras que se leen ahora, había otras hace un instante que parecía querían llevar la escritura por otros derroteros. Pero no, las taché. Decidí que no, que no es importante que ese hombre que fuma no sepa que hay otro -como yo o el vecino- observándolo. Decidí que borraría eso, que llevar todo al ámbito de la mirada era un terreno manido, que por ahí se deshinchaba la cosa.

Decidí. Porque es en pasado. Lo que escribo ahora se decidió un instante antes, -no puedo hacer más que dejarlo escrito, para pillarlo. Decidí que iría algunas frases atrás y trataría de imaginar una trama para ese hombre que fuma solo en la terraza. Trataría de imaginar por qué está solo, por qué ese vecino siempre lo ve solo, por qué cuando está ensimismado con la cabeza baja, envuelto de humo, parece que hable al vacío y que mire a un punto indeterminado del cielo, y su rostro se tuerza en una mueca. 

Mira, ya lo tenemos de nuevo mascullando, diría el vecino, siempre se sienta en esa silla junto a la mesita con el tiesto con flores, fumando, y de vez en cuando levanta la cabeza al cielo y masculla. Pensaría que parece un toro, un toro que pace, que masca y masculla y que de vez en cuando levanta su enorme cabeza al cielo, y mira quien sabe el qué con ojos de pasmo.

Había escrito aquí "no hay protesta en esos ojos", pero decidí que no, que eso cortaba la cosa. Que tenia que volver al camino de la trama. Intentar ser valiente, no demorarme en los prolegómenos. Porque ¿cómo iba entonces a saber que es lo que ese hombre que está fumando en la terraza piensa? Me quedaría del lado del vecino, sin saber. Me armo de valor entonces y trato de forzar un poco las cosas, de llevarlas más lejos. Me diría, escribiría que me diría, trata de imaginarlo, trata de saber que harías tu siendo un hombre como él que está solo y está cada dos por tres fumando en ese espacio de la terraza que no es ni adentro ni afuera, en ese limbo donde se recrea. Imaginaría que tiene familia o más bien, que una vez tuvo una familia, antes de que se la pasara en la terraza ...

He de detenerme. No puedo escribir. El Ayuntamiento decidió que esta es la hora indicada para segar el césped de la acera. Sí, hoy día los ayuntamientos plantan césped en las aceras. Tengo al Ayuntamiento aquí al lado, aquí mismo, cortando el césped, sin saber que hay un hombre en la terraza escribiendo. Sin saber que tan solo puede escribir que el Ayuntamiento se ha confabulado para que no escriba el relato del hombre en la terraza fumando. ¿Por qué se ensaña todo el tiempo con el pedazo de césped que está junto a la hamaca, a mi lado, pegado a mi cabeza como quien dice? Así no hay manera de saber qué está pensando el otro, el que está en la terraza junto al tiesto con flores.

Podría escribir que el vecino un día observa que una mujer sale a la terraza y se dirige al hombre que está sentado frente a la mesita. Podría escribir que se acerca a él y que él no la ve. Podría escribir eso o que ella sale y se lo queda mirando junto a la puerta, se queda parada mirando como fuma. Él no la ve, ni cuando lo observa de lejos, ni la otra vez en la que he escrito que se acercaba. Que más da, pensaría antes de escribirlo, hay de todos modos una mujer que sale de la casa y lo mira. Da igual que se quede parada o que se acerque. En ninguna de las veces él se ha dado cuenta. Él sigue ensimismado fumando, envuelto en su humo. Ella lo mira y seguramente, al igual que el vecino, al igual que yo que escribo todo esto, que usted que quizá lo está leyendo, se pregunta que estará pensando.

Ahora el Ayuntamiento da un tiempo de descanso. Parece que se marchó para segar el césped de otras aceras, para perturbar el descanso o lo que sea de cualquier otro hombre que se encuentre en la terraza escribiendo o fumando.

Escribí que la mujer se pregunta en que andará pensando. Y que luego trataría de ir un poco más allá. Escribiría por ejemplo que terminaría el relato escribiendo algo muy blando. Algo del estilo "el hombre que está sentado en la terraza fumando piensa que no puede dejar de pensar y por eso fuma tanto". Pero seria algo inconsistente, como ya he dicho. Algo demasiado fácil, que no lleva a ninguna parte, estéril como un pozo seco.

Sería mejor detenerme un momento y quedarme a observar la escena, como quien mira un cuadro. Y sería como uno de esos cuadros de Hopper. Uno de esos donde el observador ve desde la oscuridad, a un hombre y una mujer sentados solos en la barra de un bar. Están separados y beben solos frente a la barra del bar. Sería algo así lo que trataría de traer a la escritura para describir lo que esboza esa escena de la terraza. Un hombre que fuma y una mujer que lo mira. Escribiría: tan solo hay humo entre ellos. Podría hacer un paralelismo entre ese humo entre los dos con ese aire de derrota y melancolía, y esa languidez de domingo a la noche del cuadro de Hopper.

El vecino si pudiera, si pudiera escribir, si no tuviera tanta prisa para llegar al trabajo o acudir a la cita con el médico, no pensaría en Hopper, él probablemente no sabría quién es Hopper, viviría en un mundo donde ...

De nuevo el Ayuntamiento con su omnipotencia. Ya no siega el césped el Ayuntamiento. Ahora se cruza en el pecho la sopladora y levanta el polvo y las hojas junto a mi oreja. ¿Cuántas hormigas habrá matado, cuántas estará matando en este momento? Qué viento absurdo. Y qué desastre para la industria de la escoba.

... viviría en un mundo donde, andaba escribiendo antes de que el Ayuntamiento se colara de nuevo en el relato, no existe Hopper, no existe un lugar donde aliviar el tedio del domingo a la noche, y si pudiera escribir, si ese vecino pudiera escribir decía antes, trataría de encontrar alguna causa para esa escena, algún motivo fundado, verosímil, con la esperanza de que el motivo llenara el horror de ese espacio vacío. Escribiría "están mal", "son dos islotes flotando entre la bruma", y trataría de imaginar discusiones, promesas incumplidas, infidelidades. Trataría de dar a esa escena un aire de comedia, de vodevil. Excusas, serian excusas para no ver lo que se le da a ver, que tan solo son un hombre, y una mujer que lo mira fumar.

Y podría dejar la cosa ahí. Concluir en esto, pero no sabríamos entonces por qué él no puede verla, por qué no la ha visto.

Él no la ha visto, escribiría que él no la puede ver porque tiene la mirada perdida hacia adentro donde tiene esas imágenes que flotan dentro de su cabeza. Esas imágenes que llevan unos días alejándole de la realidad, de eso que llamamos el mundo, y que le atraen hacia adentro. 

Escribiría que me cuelo dentro, porque escribir permite estos saltos, estos atravesamientos. Y describiría las imágenes que le ensimisman, que le persiguen, que le dejan postrado en esa silla junto a la mesita con el tiesto con flores, fumando.

Relataría por ejemplo esa casa con huerto y manzanos donde pasaba los veranos durante la infancia. La imagen parece una de esas fotografías antiguas, como de daguerrotipo, donde se le ve a él junto a la casa, apenas un bebé que empieza a caminar. Percibiría el escalofrío que siente al imaginarla, al visualizarla en sepia, teñida por el paso del tiempo, con el vértigo de asomarse a esos años. A unos años de los que es imposible que él guarde ningún recuerdo. Porque del año de vida, de los dos, los tres años apenas conservamos nada. Pero él ha imaginado eso, y lo ha sentido como vivido. Quizá sea una imagen que se nutre de tantas otras fotografías que ha observado en su vida. Con esa afición suya a coleccionar instantáneas antiguas.

La imagen de un niño que apenas se sostiene junto a una casa con manzanos. Esta es la primera imagen advertida del hombre que fuma en la terraza y consignada aquí. Luego ese niño ya puede ir en bicicleta y correr veloz camino abajo junto a una tapia. Sí, esa es la tapia que recuerda que discurría junto al camino y que envolvía el jardín y con él a la casa. No era un jardín grande. Ahora el hombre que fuma en la terraza cree que aquel no era un jardín grande pero entonces sí. Para un niño de un año, de dos, de tres, de ocho, porque a los nueve ya no estaba allí, -le vienen imágenes de otra vivienda entonces, en un edificio muy alto en la ciudad- aquel jardín era un mundo. También para el caracol el huerto es un mundo, piensa el hombre que fuma.

Y aquí me detendría, porque la escritura empezaba a ser una cosa pensada. Y es un poco como si el proceder del hombre que se sienta en la terraza, adonde el escritor se inmiscuyó, le estuviera contaminando, como si para escribir tuviera antes que pensar. Y claro, eso no llega a ninguna parte. Cómo continuar entonces. Cómo proseguir esta búsqueda para atrapar qué cosa es esta que circula entre el escritor, el hombre que fuma y la terraza. Esa cosa que no cesa de escabullirse.

Ya es hoy otro día cuando escribo esto. Y podría ser un día distinto a este el que me sirviera para continuar. La cosa siempre en otro lugar. Ya es otro día y el Ayuntamiento descansa. Al séptimo descansó y se siente su vacío de cortadoras de césped y sopladoras. Día de misa para las hormigas, que no saben que apenas les quedan cuatro días, como a todos nosotros.

¿Es el domingo día de entierro? Enterradme un domingo y olvidad todo lo demás. Auden y su poema. Por las orillas del Sar de Rosalía de Castro. Muerte sin fin de Gorostiza. “El no res sempre més”, que ya es mío al pillarlo al vuelo en la radio un día que la escuchaba y me encontraba pensando en la muerte. El oboe en el barroco de Haendel que escucho mientras trato de escribir. Una y otra vez, se repiten una y otra vez las notas del oboe. Agua que no desemboca, el agua que no desemboca de Lorca. Hay un muerto en el cementerio más lejano al que no le queda más que la cabeza y un zapato, continúa Lorca. Y un muerto que chillaba tanto que hubo que llamar a los perros para que callaran o algo así, algo parecido a esto decía Federico. Poeta en Nueva York. Nueva York oficina y renuncia, o denuncia, que para el hecho es lo mismo. Renuncia, renuncia más, renuncia mejor. Beckett, el otro lazarillo. Prende una antorcha de miniaturista en la oscuridad del salón de una casa de muñecas. Nosotros somos el papel de la pared. La alfombra diminuta, con polvo ficticio debajo. Polvo de mentira. ¿Es de mentira también el polvo que se esconde debajo la alfombra en el salón de la casa de muñecas? ¿Quién lo puso ahí?

Y de ese jardín si que guarda recuerdos, le llegan imágenes llenas de colores, de luz de agosto y primavera, le llegan los olores de entonces, los que siente aún a veces cuando el invierno se retira, siempre por la mañana, cuando en su olfato la nicotina da algo de tregua y deja entrar a la vida, con su ruido de agua incesante y su perfume estrenado. Y son imágenes que el escritor las siente como propias cuando las observa llegando en cascada. Porque a él esas imágenes le traen también recuerdos de veranos parecidos, llenos de infancia y de cosa por hacerse.

Guarda recuerdos que desearía retener. El otro, el hombre que fuma, entiéndase. La madre que corre hacia él cuando ha caído, el padre que se ríe y dice "déjalo que se levante solo", la mesita de mármol blanco frente a la que está sentado, las enredaderas en la fachada de la casa detrás, la puerta abierta donde asoma la criada con una bandeja con vasos y un jarrón con limonada fresca.

Ahora tiene siete años y observa desde la azotea de la casa a la criada alejándose. Es una imagen extraña porque ella lleva ropa de calle, sostiene una maleta y la madre la despide con el rostro contrariado. Ella, la criada, parece que quiera decir algo, aún, pero la madre no escucha. Ha dado media vuelta y entra en la casa y la criada se queda sola con su ropa de calle y su maleta. Él, si pudiera, bajaría de la azotea y se acercaría como hizo tantas veces. Pero está demasiado aturdido con la imagen que observa. Azorado al igual que ahora que sentado junto a la mesa con el tiesto con flores da una larga calado al cigarrillo mirando al suelo. La criada se llamaba Carmen y la madre no le dio tiempo para que se despidiera de él. La ve alejándose por el camino junto a los manzanos. Esta imagen no la recuerda. Recuerda a la criada frente a la madre discutiendo. Lo otro, la madre dando media vuelta y entrando en la casa, la criada quedándose parada y luego dando media vuelta, alejarse por el camino con manzanas pudriéndose en el suelo, darse la vuelta al final antes de que se pierda de vista, son cosas que él ha imaginado, que no sabe si existieron pero que llegan a su pensamiento al igual que las otras.

Aquel era su lugar secreto. A menudo subía ahí cuando quería alejarse de todo. A la azotea se accedía por unas escaleras exteriores que llevaban a una pequeña puerta. En la azotea un niño de siete años apenas podía estar de pie. Recuerda ahora que junto a las cisternas descubrió unas revistas antiguas. Algo remotamente pornográfico.

Domingo de nuevo en la terraza y por todas partes, seguramente. Decidí que siempre escribiría en domingo, aunque para hacerlo me tuviera que poner un martes o un sábado cualquiera. La cosa se haría en domingo para que el relato del hombre que fuma en la terraza conservara cierto aire de final, de conclusión irrevocable.

Es domingo entonces, de nuevo. De nuevo en la terraza escribiendo. Podría encontrarme en el salón, sentado en mi butaca escribiendo. Pero no, tuve que salir, y a pesar del frío, de la gente que acude en riada a la feria, de los coches y sus cláxones, del mundo en definitiva que me estorba con su ruido y su tediosa novedad, me encaramo a mi alféizar y escribo "el vacío nos rodea, y en el centro nuestro agujero, por escribir". Pero no es verdad, esto lo escribí antes, ya lo dije, creo. Fue la frase que le mandé a un amigo que me envió la fotografía de la página de un libro que estaba leyendo. Y esta frase me animó a retomar el relato.

De nuevo tratando de escribir el relato del hombre que fuma en la terraza. Y cuesta someterse a la disciplina de no pensar, yo, que al igual que el hombre que fuma, tengo la cabeza infestada. Escribir da miedo. Creo que por eso estas lagunas, este demorarse de cobarde.

Abandoné el otro día en la descripción de esa imagen de la azotea que tiene el hombre de la terraza en la cabeza mientras fuma, cuando me asomé como él para observar la partida de Carmen, la criada. Y si el hombre que fuma escribiera un relato, si pudiera por un tiempo abstraerse de esos pensamientos que lo mantienen abatido en el rincón de la terraza, junto a la maceta con flores, si pudiera hacer eso quizá escribiría "se alejaba, esa mujer se alejaba y se llevaba con ella un pedazo de mi infancia". Podría darse cuenta de que aquel fue un momento importante.

Y no es verdad que la gente acuda a la feria en riada. No hay nadie en la calle ahora, o eso me parece, eso ocurrió ayer, durante la tarde de un domingo extraño.

¿Por donde avanzar? ¿Qué camino seguir? No hay camino, se hace al andar que decía el poeta. Y tenia razón. Pero olvidó algo. Ese camino que se hace al andar ya está de alguna manera determinado, escrito en alguna parte. Porque cuando se hace, cuando se escribe con la letra, uno tiene la extraña sensación que es un vehículo, que uno es escrito, y que ha de desposeerse para encontrarlo, para dejarlo avanzar. Para encontrar el tono del relato del hombre que fuma en la terraza, solo, junto a la maceta con flores.

Entonces una casa con un jardín con manzanos y frutos pudriéndose en el suelo. Con ese aire de Hopper, con esa sensación que tiene el hombre que ya entonces era demasiado tarde.

Ricard Vancells

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